Friday, May 06, 2011

Nadie (más) se va a morir, menos ahora


Envuelto en la bandera de su autocomplacencia, héroe de su propia teleserie de acción, negado a ver y escuchar a l@s otr@s, desquiciado porque la realidad no se ciñe a su capricho de “hijo desobediente”, Felipe Calderón se empecina en su inútil guerra personal que ahora quiere que sea de todos, a partir de una suposición maniquea, simplona pero peligrosa: él representa el bien y la justicia, los narcotraficantes la muerte y la maldad. El que no apoya incondicionalmente su guerra, está con “los malos”.
Hasta la fecha, esa guerra ha dejado cerca de 40 mil muertos: no todos pertenecientes a los bandos en pugna. Un número indeterminado pero creciente de hombres, mujeres, jóvenes y niños; mexicanos o migrantes, ricos o pobres, han sido abatidos sin deberla ni temerla; han muerto en medio de tiros cruzados o por "error" de alguno de los contendientes. El gobierno les llama "daños colaterales". Otros han sido secuestrados y ejecutados por los criminales, muchos de los cuales están coludidos con autoridades en los distintos niveles de gobierno.
El movimiento civil surgido en torno al poeta Javier Sicilia, a raíz del asesinato de su hijo Juan Francisco, no pide que se le de la espalda al problema --como mentirosamente afirma Calderón-- sino una revisión de la estrategia gubernamental contra el narcotráfico.
Es un movimiento con una postura ética y profundamente humanista: la solución al problema no puede surgir de una montaña de cadáveres, independientemente de quien se trate. No hay muertos de primera o de segunda. Por eso el lema es "No más sangre".
Más allá de diferencias sociales e ideológicas, quienes apoyamos y suscribimos el llamado, no queremos y no podemos ser indiferentes ante tanta muerte. Por eso, para decirlo con palabras de Silvio Rodríguez, "nadie (más) va a morir, menos ahora".
Respondemos a un malestar cuya esencia plasmó José Emilio Pacheco en su poema Fin de siglo:

La sangre derramada clama venganza.

Y la venganza no puede engendrar
sino más sangre derramada.
¿Quién soy:
el guarda de mi hermano o aquel
a quien adiestraron
para aceptar la muerte de los demás,
no la propia muerte?
¿A nombre de qué puedo condenar a muerte
a otros por lo que son o piensan?
Pero ¿cómo dejar impunes
la tortura y el genocidio y el matar de hambre?
No quiero nada para mí.
Sólo anhelo
lo imposible:
un mundo sin víctimas.
Cómo lograrlo no está en mi poder.
Escapa a mi pequeñez, a mi pobre intento
de vaciar el mar de sangre que es nuestro siglo
con el cuenco trémulo de la mano.
Mientras escribo llega el crepúsculo.
Cerca de mí los gritos que n han cesado
no me dejan cerrar los ojos.