Friday, July 23, 2010

Réquiem por El Gallito Inglés


Arturo García Hernández
El albur es cultura. Responde a la definición según la cual cultura es el conjunto de costumbres, prácticas, códigos y reglas que identifican a un grupo social o a una comunidad. Sin embargo, el albur no pide ni necesita certificados de legitimidad en tanto que expresión de raigambre netamente popular, aunque actualmente tiene pleno reconocimiento como tal en ámbitos intelectuales y académicos. Esto se debe en gran medida a uno de los libros más vendidos (y leídos) de México: Picardía mexicana, cuyo autor, Armando Jiménez, falleció el pasado 2 de julio a los 93 años de edad.
El denominado “rey del albur” no fue un escritor de prosa refinada ni un ensayista de revelaciones deslumbrantes, pero con Picardía mexicana (1960) entró por la puerta de atrás (dicho esto sin albur) en el apasionante y prolongado debate sobre “la identidad nacional” iniciado luego del triunfo de la Revolución Mexicana y sostenido durante buena parte del siglo pasado por autores como Samuel Ramos (El perfil del hombre y la cultura en México), Rodolfo Usigli (El gesticulador) y Octavio Paz (El laberinto de la soledad), entre otros.
Ingeniero y arquitecto egresado del Instituto Politécnico Nacional, Armando Jiménez (Piedras Negras, 1917) tuvo el mérito de identificar una expresión cultural donde nadie la reconocía y cuyo estudio, en su momento, no otorgaba prestigio intelectual; tuvo la paciencia y la generosidad para hacer un registro que al paso del tiempo ha adquirido gran valor documental; encontró el tono y la forma adecuados para realizar un obra que atrae la atención tanto de académicos y especialistas en distintas disciplinas (sociólogos, antropólogos, filólogos) como de cientos de miles de lectores distribuidos en todos los estratos sociales.
Se puede inferir que Picardía mexicana es el único libro que muchas personas han leído en su vida. El escritor Luis Miguel Aguilar escribió hace poco que hubo una época en que todos los hogares de clase media (y habría que añadir media baja) había una Biblia, a la vista de todos, y un ejemplar de Picardía mexicana oculto en algún rincón.
En mi experiencia personal, la descripción de Aguilar es exacta: la Sagrada Biblia en fascículos coleccionables estaba a la vista de toda la familia. Pero la curiosidad (valga el eufemismo) preadolescente me llevó a descubrir bajo el colchón de la cama en que dormían mis padres un libro cuyo primer atractivo era que estaba escondido. Lo que siguió fue leerlo en sesiones clandestinas en las que el temor de ser descubierto era tanto como el disfrute culposo proporcionado por su lectura. En las frases de doble y hasta triple sentido, en los retruécanos, giros lingüísticos, sentencias y anécdotas, vino el descubrimiento de un universo sicalíptico y escatológico: ingenioso y refinado en ocasiones, burdo y grotesco en otras, pero a decir verdad divertido para aquel adolescente ávido de novedad que empezaba a asomarse al mundo.
El mismo Armando Jiménez era un adolescente cuando le vino la idea del proyecto que derivó en Picardía mexicana. Según su propia versión contada a un periodista en 2002, a los 18 años, en la Ciudad de México, empezó a ver “con tristeza” que desaparecían cantinas, pulquerías, salones de baile, carpas, teatros de revista, prostíbulos y cabarets: “sin saber para qué, me propuse rescatarlos del olvido, me armé de una cámara fotográfica, una libreta de apuntes, muchos lápices, y por cuanto establecimiento de estos pasaba le tomaba fotografías del exterior, pedía permiso para tomar del interior, conversaba con el dueño, con el encargado, con los parroquianos, con los vecinos, y llegué a reunir 2 mil 500 expedientes de otros tantos sitios”.
Parte de lo que encontró es el material reunido en Picardía mexicana, del cual a la fecha se han publicado más de 140 ediciones y se han vendido alrededor de 4 millones de ejemplares.
La primera edición, en septiembre de 1960, provocó las protestas de la retrógrada e influyente Liga Mexicana de la Decencia. En contraparte tuvo el aval de Alfonso Reyes, santón incuestionable de la literatura mexicana, cuyo comentario aunque breve no pudo ser más elogioso: “Todos los mexicanos hemos soñado, en cierto momento, escribir un libro como éste, y aun dimos los primeros pasos hacia esa meta; pero tropezamos en el camino con obstáculos casi insalvables que impidieron su realización. Picardía mexicana tendrá gran importancia y su valor irá aumentando al través de los años”. Palabras de profeta.
A lo largo de los 50 años transcurridos desde su aparición, el libro contribuyó a derribar tabúes, asestó un golpe a la hipocresía y a la doble moral y amplió los márgenes de libertad en una época en que el poder político y sus cercanos decidían que se debía escribir, filmar, pintar, fotografiar. Resulta sintomático, por ejemplo, que el mismo año de la publicación de Picardía mexicana, el cineasta Julio Bracho filmara La sombra del caudillo, basada en la novela homónima de Martín Luis Guzmán y cuyo tema central es un asesinato político en el que se incrimina a Alvaro Obregón y Plutarco Elías Calles. La cinta permaneció 30 años enlatada.
El éxito de Picardía mexicana --reforzado por los posteriores y sucesivos prólogos de eminencias literarias como Camilo José Cela y Octavio Paz-- es en todo caso y más allá de gustos personales, un triunfo de la libertad de expresión.
A todo esto ¿qué tiene que ver el Gallito Inglés del título? Bueno, es el dibujo con que Armando Jiménez acompañaba su nombre y los autógrafos que daba a sus admiradores. En la página 127 de la sexagésima sexta edición de Picardía mexicana el dibujo viene acompañado por el siguiente texto: "Este es el gallito inglés,/ míralo con disimulo,/ quítale el pico y los pies/ y métetelo por el culo". Así dice.

Monsiváis superstar



Arturo García Hernández
Muchos y muy variados temas atraparon la atención de Carlos Monsiváis, pero la farándula es uno de los que tuvieron un lugar especial entre sus obsesiones. La parafernalia del espectáculo le fascinaba como objeto de estudio al tiempo que le seducía la fama evanescente y el glamour de oropel que envuelve al medio.
La bibliografía del escritor da cuenta amplía de su filias faranduleras. Ahí está, por ejemplo, incluida en el libro Días de guardar, la crónica de un concierto de Raphael en la Alameda Central de la Ciudad de México y después en un centro nocturno de moda, en 1968. Mordaz y lapidario, el cronista desmenuza los comportamientos del público en uno y otro escenario, intercala observaciones de orden sociológico, compara y establece una lucha de clases en la que todos pierden, hace crítica política, vapulea y condesciende con el entusiasmo desbordado de las admiradoras del cantante y remata, quizás curándose en salud: “el que esté libre de pósters que tire la primera piedra”.
En Amor perdido se encuentra, a juicio de quien esto escribe, una de las piezas periodísticas más logradas de Monsivaís: la magistral semblanza que hace de Agustín Lara, donde rastrea la raíz lírica del autor de Noche de ronda; demuestra que sus canciones son las herederas cursis de la poesía romántica de fines del siglo XIX y principios del XX; y sostiene algo que no resulta nada desdeñable considerando el actual empobrecimiento y corrupción del idioma: “Divulgada y arraigada la fe nacional en la poesía (durante el siglo XIX), le tocará en el siglo XX a la ‘canción romántica’ mercantilizar el alborozo de sus creyentes”.
Lo que hace aún más notable al texto es cómo el autor documenta el “panorama de costumbres” (palabras de Salvador Novo citadas por el propio Monsiváis) en el que surge la vida y leyenda de Agustín Lara. Sitúa el contexto social, político y cultural (incluido lo moral) para entender por qué las canciones del “músico-poeta” se convirtieron en el libro de texto para la educación sentimental de varias generaciones de mexicanos a partir de los años 20 del siglo pasado.
También en Amor perdido, Monsiváis aborda la épica etílico-amorosa de José Alfredo Jiménez, para hablar de las contribuciones del compositor guanajuatense a la conformación de cierto estereotipo --constantemente actualizado-- de lo mexicano: “En las antípodas de Lara, José Alfredo no rehusa el lugar común verbal o melódico (seguramente los ignora como tales) y hace suya, sin reservas, la idea mayoritaria de lo poético”. Monsiváis reproduce las críticas que la intelectualidad hace de las canciones de José Alfredo y del universo donde surgen: “Machista, dipsómano, desobligado, incapaz de afrontar la realidad”, y párrafos adelante lo describe de manera absolutoria: “(José Alfredo Jiménez) El hombre que desarticuló una prédica del machismo y legitimó y promulgó las ‘lágrimas de los muy hombres’ es ya institución perdurable de una colectividad y su memoria recóndita de pérdidas y despojos (con la consiguiente reconstrucción teatral de los hechos). Ojalá que nos vaya bonito…”
Tiempo después, en la década de los noventa del siglo pasado, engañado por el espejismo que a muchos nos engañó, el escritor testimonió en Los rituales del caos el momento de mayor fulgor y credibilidad de la hoy inefable Gloria Trevi. Años antes del escándalo que dejó al descubierto el rostro verdadero de la cantante regiomontana, Monsiváis vio en ella a “la vocera de una generación” en cuya popularidad “intervienen la audacia y la franqueza y el juego erótico y la apariencia frágil y cachonda y la energía y la voz gruesa, gruexa, que anima un repertorio donde las ganas y su realización instantánea son una y la misma cosa”. Ya todos sabemos lo que pasó después.
Es inagotable la lista de personajes y fenómenos relacionados con la farándula de los que se ocupó Carlos Monsiváis.: desde las figuras legendarias de la llamada “Epoca de Oro” del cine mexicano como María Félix, Pedro Infante, Tin Tan y Tongolele, hasta Los Tigres del Norte y Molotov, pasando por Paquita la del Barrio, Irma Serrano (La Tigresa), El Piporro y Luis Miguel.
El cronista y ensayista sabía --y por él muchos lo entendimos así-- que la farándula es un espejo de la verdad en el que también se pueden observar las aspiraciones, miedos, limitaciones e, incluso, virtudes de una sociedad.
Resta decir que Monsiváis no fue únicamente un observador distante y neutral de la farándula nacional, también fue un protagonista. En contraste con su talante huraño y solitario, realmente parecía disfrutar, a su muy particular manera, de las cámaras y los reflectores. Así lo demuestra su aparición en un videoclip de Luis Miguel, su papel como Santa Claus ebrio en la película Los Caifanes, aquella escena del filme En este pueblo no hay ladrones, donde se le ve --quizás veinteañero-- jugando billar junto al escritor Juan Rulfo y al caricaturista Abel Quezada. Ahí está también su presencia en programas de televisión como El Calabozo o chacoteando con La Beba Galván (personaje de Víctor Trujillo).
Sin pretensiones de juzgarlo, se puede decir que este aspecto en apariencia frívolo de su personalidad, tuvo que ver para que se distinguiera como el intelectual más mediático del México contemporáneo: Monsiváis superstar.